Me senté en la noche de un sábado con los amigos de una amiga que acababa de conocer. Entramos a un bar donde se suele escuchar rock. Mientras bebíamos una cerveza, me enteré de que eran unos grandes entusiastas de la música, amantes del rock & roll, del soul y del blues; es más, ellos mismos eran músicos aficionados y juntos conformaban una banda y habían acabado de salir de ensayo. Hablaban con entusiasmo de sus futuros proyectos y de sus presentaciones; en medio de su charla, escuché que necesitaban un teclista. Con tono escéptico y de frustración, decían que ya habían intentado poner un aviso en la facultad de música de EAFIT y que todos los pianistas que allí estudiaban eran muy engreídos como para responder a su llamado. - “¡Claro, como no estamos a su nivel, ellos nunca se le medirían a tocar con nosotros! Ahí sólo quieren ser clásicos o se quieren dedicar nada más al jazz… para que tocaran al lado de nosotros, tendríamos que ser algo así como Duke Ellington” – alegaba el vocalista de la banda. Yo, ante tales reproches, nada más pude callar; por un lado eran algo injustos pero por otro, también tenían algo de razón.
Y fue el que tuvieran algo de razón lo que una vez más me puso a reflexionar. ¿Hasta qué punto nuestra vanidad como profesionales de la música es justificada? ¿Hasta dónde somos responsables de que la gente no sepa en realidad de qué se trata nuestro oficio y se nos pregunte si tocamos todos los instrumentos cada vez que decimos que somos estudiantes de música o músicos profesionales? ¿Cuándo será el día en que al momento de responder que somos músicos se nos mire con el mismo respeto que quien dice que es médico o ingeniero? ¿Será que nosotros sí estamos conscientes de nuestra misión como gente consagrada a este arte? Y mi temor se ve confirmado al ver que esta pregunta es difícil de responder y que puede suscitar controversia y discusión. Porque, al menos para un médico, su misión y su rol son claros (en teoría): salvar vidas y estar presto siempre a servir.
Dentro de la formación que se nos da, hay todavía muchos dogmatismos, los cuales debemos procurar ir borrando de nuestra idiosincrasia. El siglo XXI va avanzando implacable y muchas maneras de proceder y de actuar por parte nuestra, como músicos y artistas que aspiramos ser, son propias del siglo XIX. Aún no somos muy consientes de cómo promovernos ni cómo vendernos, en medio de una civilización movilizada por los medios de comunicación y es eso mismo lo que le resta respeto a lo que hacemos. Nuestra profesión no se ha sabido adaptar a las exigencias de los tiempos posmodernos, haciendo que la música que hacemos luzca aburrida y anticuada. Es ahí donde entramos en acción, como nueva generación de músicos que emerge.
El punto no es si hacemos música de la tradición europea, si hacemos música colombiana o si hacemos música comercial; el punto es hacer buena música. Pero para que ésta pueda escucharse, es nuestro deber buscar nuevos y más espacios para la divulgación de nuevos lenguajes para formar un público dispuesto a consumir diferentes propuestas sonoras. Y como instrumentistas, creo que es menester buscar cierta flexibilidad a toda clase de estilos; buscar sonoridades diferentes a la de la tradición europea del siglo XIX en nuestros instrumentos; que seamos capaces de reproducir el sonido más dulce y angelical hasta el más desgarrado y “cochino”; que estemos dispuestos a tocar una noche de smokin con una orquesta sinfónica y al día siguiente nos veamos obligados a tocar marchando, todo haciéndolo con la misma devoción. Nuestro papel reside en promover la música elaborada con ciertas aspiraciones artísticas, a la que llamamos “buena música”; que desde nuestro papel como intérpretes promovamos un proyecto pedagógico que permita introducir al espectador en diferentes sonoridades y así promover la creación musical constante.
lunes, 9 de marzo de 2009
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