lunes, 30 de marzo de 2009

Poner el juego en juego y la metáfora como modelos

1. Metáfora en el lenguaje es una transposición o una comparación implícita entre dos conceptos. Aristóteles, en su Poética, la define como "la transposición de un nombre a una cosa distinta; transposición que puede ser del género a la especie, de la especie al género, de la especie a la especie o por una relación analógica".

2. La relación que hay entre creación y juego es la metáfora que está presente dentro del juego que induce a crear. A través del trabajo lúdico se recrean situaciones, ideas y mundos; el juego induce a una transformación de la realidad de manera reflexiva, a través de sus observaciones lingüísticas; jugar es un suceder que acontece. Lo mismo pasa con la creación artística; su acontecer sucede en la capacidad de representación. El juego y la creación artística son representaciones simbólicas de una realidad.

3. Estos son los textos que utliza para ampliar los conceptos de metáfora, creación y juego:

Poética de Aristóteles
Origen de la obra de arte de Martin Heidegger
Verdad y Método de Gadamer
Homo Ludens de Huizinga
El juego en la educación de P. Moore
Discernimiento y perspectiva de Koestler.

4. Tal vez uno de los aportes más esenciales que podría dar a la esencia creativa de la música es que, precisamente, su propiedad creativa, deriva de su naturaleza netamente temporal. La música, más que ninguna otra arte, es un suceder que acontece en un tiempo determinado. La naturaleza misma de la música induce a imaginar, como también es la esencia de la creación, nuevas utopías que inducen a una transformación de la realidad cultural. Como dice Daniel Baremboim: a través de la música es posible imaginar un modelo social alternativo, donde la utopía y el pragmatismo unen sus fuerzas, que nos permita expresarnos libremente a nosotros mismos y escuchar las preocupaciones. En la música conviven sin atropeyarse tanto el desenfado del juego que permite exaltar la emoción del individuo como el rigor racional de las leyes y las normas, lo que nos permite soñar con un mundo mejor.


5. El autor relaciona estos tres conceptos al llegar a la conclusión de que es a través del juego que se puede concebir una transformación de la sociedad. A través del juego se transmiten unos valores esenciales para vivir dentro de la cultura y la sociedad por medio de la exigencia de unas reglas establecidas; el juego estimula la creatividad humana, al imaginar nuevas situaciones y nuevas alternativas de vida, que es lo que hace el arte, por su propiedad común de representación simbólica. Con la creación artística, a la vez, se afianza una identidad que implica establecer una memoria, que abarca los valores y la historia de un individuo o una comunidad.

lunes, 9 de marzo de 2009

Reflexiones acerca de "¿Hay música en el hombre?"

1) ¿Qué diálogos propone la música según el texto?

Se propone un diálogo de la música como parte de la vida y el devenir cotidiano humano; es decir, la música que habla y evoca las costumbres de una sociedad. Es un diálogo entonces con todas las dimensiones del ser humano: la corporal, la espiritual, la afectiva, la cognitiva y la social.
También la música interactúa frecuentemente con sistemas de pensamiento, para adaptarse a las nuevas problemáticas que la sociedad va planteando en un espacio y tiempo determinados. Tal es el ejemplo del temperamento occidental propuesto por J.S. Bach.

2) ¿Qué disciplinas permiten al autor generar nuevas preguntas a la música?

La antropología, la etnomusicología, la musicología (estas dos no deberían estar separadas), la axiología, la religión y la biología.

3) ¿Por qué ve pertinente en la actualidad la reflexión del autor?

Sí lo es, porque en la carrera de música todavía hay muchas dudas acerca de cuál es nuestra misión en la sociedad y cómo debemos interactuar en ella. Es necesario reflexionar qué papel tiene la música, cómo transformamos el mundo con ella, a quién va dirigido nuestro discurso y si sí es pertinente que exista el músico en el orden de las cosas. Blacking, efectivamente, asume que la música es natural en el ser humano y sin ésta no se puede concebir una sociedad.

4) ¿Qué inquietudes plantea el autor acerca de la relación música-sociedad?

· Cuestiona si la música es sólo de élites o si cualquier persona es naturalmente apta para ella.
· La música no tiene que ser sólo para unos “privilegiados” sino que la música hace parte de la vida.
· No debe haber separación entre musicología y etnomusicología. La tradición europea no se debe desligar al diálogo con otros sistemas sonoros.
· La música no debe estudiarse como algo aislado de la sociedad, sino como algo que hace parte de ella y que la hace evolucionar.

Mis comienzos en la música

¿Cómo fui a meterme en este mundo de la música? ¿Qué fue ese impulso que me llevó a renunciar a toda esa educación tradicional que había recibido en el colegio durante trece años y que me ofrecía un futuro más o menos estable y promisorio? Sí… decidí intentar ser músico y ver qué tan alto podría llegar, a pesar de lo exigente e incierto que aparenta ser este mundo. Sabía que, a pesar de haber estado estudiando con juicio y ahínco hacía relativamente poco, yo iba asumir esta profesión con más pasión y disciplina que cualquier otra.
Pero mis primeros pinitos en la música sí fueron tempranos; al menos mi mamá suele contar que yo, por ahí con unos tres o cuatro años de edad, apenas sabiendo armar frases coherentes, le decía: “Mamá, yo quiero ser músico… pero de música clásica”, con lo cual quedaba algo anonadada. Ella se preguntaba de dónde podría haber sacado yo ese deseo; creo yo que fue culpa de un vecino que teníamos nosotros, quien era un guitarrista ya jubilado y que se interesó por cultivar la curiosidad musical en mí. Aún vive y su nombre es Alberto Mesa. Él solía regalarme cassettes y videos de obras didácticas para la educación musical, que yo veía y escuchaba una y otra vez. ¿Cómo olvidar las divertidas ocurrencias de “Piccolo y Saxo”, mientras presentaban uno a uno los instrumentos de la orquesta? ¿Cómo no acordarme de la película Fantasía de Disney, donde veía a Mickey y su famoso sombrero estrellado en “El Aprendiz de Brujo” o a los dinosaurios de “La Consagración de la Primavera”?
Después, no sé cómo, una flauta dulce llegaría a mis manos. La usé como pito mucho tiempo. Acosé bastante para que mi madre me inscribiera en clases de música pero ella no me ponía suficiente atención y también, por distraída, se le pasaba la fecha de las matrículas de la academia. Finalmente, supo de una escuela llamada Taller de la Música, lugar en el que yo empezaría mi iniciación musical. Recuerdo poco de las clases con Marisol Córdoba, donde solía jugar con otros niños de mi edad; contaba yo con seis o siete años. Luego, en un curso de vacaciones, aprendería a tocar mis primeras melodías con la flauta dulce, gracias a las lecciones de Félix Córdoba. Al año siguiente, con él también empezaría lecciones de piano, y continuaría con las clases de flauta y de solfeo básico. Más tarde, sería parte de un coro infantil que allí había, pero no me atraía mucho la idea de entonar esas canciones infantiles… me parecía cursi. Además, los horarios de ensayo me quitaban tiempo para hacer otras cosas, como jugar. A la larga, saldría abandonando las clases de coro. Creo que tomaba mis lecciones de música como un niño mimado, que toma esto como un simple hobby. La verdad, es que este arte demanda mucho tiempo y yo no tenía la madurez entonces para entender eso… yo sólo quería jugar, aunque era relativamente aplicado con las tareas que me dejaban para estudiar en casa, pero de todas formas, ya veía eso como una obligación y no como algo placentero.
Al llegar mi Primera Comunión, con asesoría de Félix, me regalarían mi primera flauta traversa de mi vida. Ya entonces había quedado decidido que ese sería mi instrumento. Aunque creo que no fue agradable la experiencia de empezar, pues a diferencia de una flauta dulce, la traversa no suena bien o simplemente no suena al primer intento. Empezar a estudiar con este instrumento fue en verdad bastante frustrante; era muy inmaduro para entender que el sonido de la flauta es algo que se desarrolla a lo largo de mucho tiempo, sobre todo con grandes dosis de paciencia. Sólo duré un año más en clases de flauta y piano. Después, abandonaría las lecciones y enterraría la flauta en un closet durante casi tres o cuatro años…
Ya con catorce años de edad, veía a varios compañeros del colegio bajo la fiebre del punk y del rock; muchos de ellos habían comprado baterías, guitarras y bajos, para lograr el sueño de formar una banda con sus amigos. En ocasiones los miraba con nostalgia; deseaba volver a tomar lecciones y formar algo medianamente parecido. Con esta determinación, decidí buscar profesor y desenterrar la flauta. De nuevo, el vecino Alberto Mesa fue decisivo, pues fue él quien me dio una tarjeta de un flautista conocido suyo que ofrecía clases particulares; lo llamé. Su nombre era Fernando Marín, quien resultó ser un músico que hasta hoy ha dedicado gran parte de su vida a tocar en la Banda Sinfónica de la Universidad de Antioquia, y mucho después me enteraría que le apodaban El Príncipe. Vivía cerca de mi casa y daba las clases a domicilio, lo que, para mi comodidad, resultó ser perfecto. A la siguiente semana de haber hablado, comenzamos las clases.
Esta vez, yo ya era mucho más dócil y tenía una motivación: lograr tocar en alguno de los grupos del colegio. Así que el progreso con el instrumento se me hizo rápido. Además, Fernando no sólo me enseñaba cómo tocar la flauta, sino que también me daba lecciones de lectura musical, a medida que el repertorio se iba complicando. Fue casi volver a empezar de cero… aunque, creo yo, algunas cosas que había obtenido de pequeño, como la soltura auditiva y el ritmo, facilitaron el proceso de aprendizaje.
Con mi firme intención de pertenecer a alguno de los grupos del colegio que hacían su aparición en Coros y Conjuntos, el evento del cual éramos anfitriones, busqué lecciones de flauta también en los semilleros que ofrecían los cursos de extensión. El profesor de música, cuyo nombre era Mauricio Moore, quien coordinaba las agrupaciones y estas clases, me dijo que no era posible lo que yo pedía, pues se necesitaba varios alumnos para una sesión, y nadie más quería aprender flauta traversa salvo yo; al resto de la gente sólo le interesaba aprender guitarra, bajo o batería. Sin embargo, como Moore era, y es aún, un muy buen saxofonista, me ofreció él mismo darme clases de saxofón; entonces acepté. Estuve aprendiendo saxofón y flauta a la vez. Me entusiasmé mucho por tocar saxofón, y me aceptaron en el conjunto tropical del colegio.
Seguí progresando rápidamente con la flauta y mucho más despacio con el saxofón, porque no tenía dinero para conseguirme uno. Debuté en Coros y Conjuntos con el conjunto tropical y un divertido intento de coro Gospel que lideró Moore. Fue una experiencia inolvidable. Al año siguiente, el conjunto instrumental me encomendó un reto que impulsaría mi progreso flautístico, el cual, eventualmente, me pondría a considerar seriamente la carrera de música. Se trataba de la idea de recrear una versión del famoso Fuga y Misterio de Astor Piazzolla, en un formato muy poco convencional: flauta, guitarra acústica, guitarra eléctrica, bajo eléctrico, piano y batería. Inspirado por una grabación de flauta y piano del tema, me aprendí y toqué la pieza de memoria. Después de finalizada la edición de Coros y Conjuntos en ese año, uno de los jurados, de nombre Carlos Ocampo, era director de una banda sinfónica juvenil. Interesado en mí, me propuso pertenecer a su agrupación. Me emocionó mucho la idea, pues sería la primera vez que pertenecería a un ensamble en donde se sigue la batuta de un director, muy parecido a una orquesta. Así, entonces, comenzaría una nueva etapa en mi corta vida musical: pertenecería a una banda sinfónica, lo cual me enfrentaría a nuevos retos que elevarían mi nivel técnico, como la necesidad de leer difíciles partituras a primera, la obligación de elaborar un mejor sonido para tocar con muchos otros instrumentistas de viento, seguir a un director y tocar con precisión en una dinámica de ensamble.
Pertenecer a la banda de Carlos Ocampo me pondría a considerar seriamente mi futuro profesional. Al año siguiente, yo ya estaba en Undécimo Grado. Las aspiraciones que había mantenido durante casi todo el Bachillerato de ser Ingeniero de Sistemas, de pronto se vieron seriamente cuestionadas. La música era algo que me hipnotizaba. Seguí trabajando con ahínco para Coros y Conjuntos, esta vez ya no como el humilde aspirante que muy tímidamente iba al salón de música a ver si de pronto lo dejaban ver el ensayo del día, sino como uno de los líderes de las agrupaciones (hasta llegué a componer un tema que participó en la categoría de Canción Inédita del festival).
Estudiar música era una de mis dudas existenciales. Hasta ahora, esta opción le iba ganando a Ingeniería de Sistemas, aunque no la había descartado por completo. No podía echar por la borda todo un bachillerato que había enfatizado en una formación académica especialmente fuerte en matemáticas, propia de un colegio como San Ignacio, famoso por sacar fuertes prospectos en Ingeniería, Medicina, Administración, Derecho y otras carreras tradicionales, que supuestamente, “dan plata” o “estabilidad”. Consideré incluso hacer ambas carreras a la vez, idea de la que desistiría al entrar a la universidad. Recuerdo haber ido a la Experiencia EAFIT y encontrarme con uno de los expositores del “Stand” de la carrera de Música; él era Carlos Rocha, profesor de violín de la Universidad. Después de conversar un rato con él, su visión realista de la perspectiva profesional para un músico de pronto me puso a dudar. Sin embargo, ese año había tenido la oportunidad de conocer a alguien que fue, y aún hoy es todavía más, definitiva en mi crecimiento musical.
Antes, en las vacaciones de mitad de ese año, había tenido la oportunidad de ir a un concierto de la Big Band de Medellín. Allí vi algo inusual para este tipo de agrupaciones: un flautista, cuyas habilidades al improvisar me parecieron algo colosal y nunca antes visto. No pude, entonces, conocerlo personalmente, ni pude captar su nombre en el momento, pero al enterarme que había terminado en la Universidad EAFIT, tuve el presentimiento, no sé si bien o mal infundado, de que sería allí donde tendría que estudiar flauta, descartando otros lugares. Creía, tal vez infantilmente, que podría emular lo que este joven prodigio había logrado si entraba a esta institución.
En Undécimo había que hacer todas esas vueltas propias del último año: el ICFES, el ejército y presentarse a las universidades. Me presenté a Ingeniería de Sistemas en la de Antioquia y luego me presenté a música. Pasé a Ingeniería… faltaba ver qué pasaría con la otra carrera… era poco lo que me había preparado para presentar el examen… aún no estaba muy convencido. Tomé tres piezas que había visto con Fernando, y decidí presentarme con ellas. Ya ni me acuerdo del examen teórico… y del examen de instrumento, recuerdo que llevé el primer adagio de la Sonata en Mi Menor de Bach para flauta y clave y lo toqué como si fuera un allegro, sin saber si quiera qué significaba la palabra Adagio. De cualquier forma, me alegró inmensamente saber que había pasado al tercer nivelatorio, saltándome dos de esos semestres. Ahora me enfrentaba a un verdadero dilema: escoger una de las dos carreras a las que había sido admitido. Descarté la posibilidad de hacer ambas al tiempo, por la exigencia que ellas requieren en tiempo y dinero. Decidí estudiar aquello a lo que verdaderamente me entregaría de corazón: la música y mandé al diablo toda esa educación tradicional recibida durante el Bachillerato.
Al entrar a EAFIT, cuán grata sería mi sorpresa al saber que mi profesor de flauta sería el recién graduado prodigio que había visto en el concierto de la Big Band hacía unos meses atrás. Su nombre era León Giraldo, uno de mis modelos musicales más cercanos a seguir a lo largo de lo que hasta ahora he recorrido de mi carrera. Después, León debería emprender viaje a Francia, así que tuve la oportunidad de trabajar dos años bajo la tutela de Hugo Espinosa, uno de los maestros que influiría fuertemente en mi manera de ver la música e interpretarla… más adelante conocería a Elízabeth Osorio, profesora de fuerte carácter con quien trabajaría durante un año; ella me enseñó a abrir la mente para afianzar mi manera de tocar flauta, pero sobre todo, me puso los pies sobre la tierra y me hizo ver la necesidad de ser humilde, para permitir el aprendizaje. Después, conocí a otro virtuoso con quien sólo compartí tres meses y habría sido muy interesante seguir un proceso. Era Andrés Zuluaga, amigo de León y Elízabeth y exalumno de Hugo (en realidad, todos fuimos sus alumnos alguna vez). Finalmente, León volvió y ahora he vuelto a ser su alumno y junto a él, estoy haciendo nuevas búsquedas para mejorar mi interpretación del instrumento.
A lo largo de mi carrera, han sido muy significativas experiencias tales como pertenecer a la Orquesta de Estudiantes que dirige la Maestra Cecilia, la cual me ha servido para participar en la Orquesta Sinfónica de la Universidad EAFIT, y para dar mis primeros pasos como solista. También han sido muy fructíferos mis viajes a Bogotá para participar en las diferentes versiones del Concurso Universitario de flauta y en el Concurso de jóvenes intérpretes de la Biblioteca Luis Ángel Arango.

Reflexiones acerca de nuestra labor musical

Me senté en la noche de un sábado con los amigos de una amiga que acababa de conocer. Entramos a un bar donde se suele escuchar rock. Mientras bebíamos una cerveza, me enteré de que eran unos grandes entusiastas de la música, amantes del rock & roll, del soul y del blues; es más, ellos mismos eran músicos aficionados y juntos conformaban una banda y habían acabado de salir de ensayo. Hablaban con entusiasmo de sus futuros proyectos y de sus presentaciones; en medio de su charla, escuché que necesitaban un teclista. Con tono escéptico y de frustración, decían que ya habían intentado poner un aviso en la facultad de música de EAFIT y que todos los pianistas que allí estudiaban eran muy engreídos como para responder a su llamado. - “¡Claro, como no estamos a su nivel, ellos nunca se le medirían a tocar con nosotros! Ahí sólo quieren ser clásicos o se quieren dedicar nada más al jazz… para que tocaran al lado de nosotros, tendríamos que ser algo así como Duke Ellington” – alegaba el vocalista de la banda. Yo, ante tales reproches, nada más pude callar; por un lado eran algo injustos pero por otro, también tenían algo de razón.
Y fue el que tuvieran algo de razón lo que una vez más me puso a reflexionar. ¿Hasta qué punto nuestra vanidad como profesionales de la música es justificada? ¿Hasta dónde somos responsables de que la gente no sepa en realidad de qué se trata nuestro oficio y se nos pregunte si tocamos todos los instrumentos cada vez que decimos que somos estudiantes de música o músicos profesionales? ¿Cuándo será el día en que al momento de responder que somos músicos se nos mire con el mismo respeto que quien dice que es médico o ingeniero? ¿Será que nosotros sí estamos conscientes de nuestra misión como gente consagrada a este arte? Y mi temor se ve confirmado al ver que esta pregunta es difícil de responder y que puede suscitar controversia y discusión. Porque, al menos para un médico, su misión y su rol son claros (en teoría): salvar vidas y estar presto siempre a servir.
Dentro de la formación que se nos da, hay todavía muchos dogmatismos, los cuales debemos procurar ir borrando de nuestra idiosincrasia. El siglo XXI va avanzando implacable y muchas maneras de proceder y de actuar por parte nuestra, como músicos y artistas que aspiramos ser, son propias del siglo XIX. Aún no somos muy consientes de cómo promovernos ni cómo vendernos, en medio de una civilización movilizada por los medios de comunicación y es eso mismo lo que le resta respeto a lo que hacemos. Nuestra profesión no se ha sabido adaptar a las exigencias de los tiempos posmodernos, haciendo que la música que hacemos luzca aburrida y anticuada. Es ahí donde entramos en acción, como nueva generación de músicos que emerge.
El punto no es si hacemos música de la tradición europea, si hacemos música colombiana o si hacemos música comercial; el punto es hacer buena música. Pero para que ésta pueda escucharse, es nuestro deber buscar nuevos y más espacios para la divulgación de nuevos lenguajes para formar un público dispuesto a consumir diferentes propuestas sonoras. Y como instrumentistas, creo que es menester buscar cierta flexibilidad a toda clase de estilos; buscar sonoridades diferentes a la de la tradición europea del siglo XIX en nuestros instrumentos; que seamos capaces de reproducir el sonido más dulce y angelical hasta el más desgarrado y “cochino”; que estemos dispuestos a tocar una noche de smokin con una orquesta sinfónica y al día siguiente nos veamos obligados a tocar marchando, todo haciéndolo con la misma devoción. Nuestro papel reside en promover la música elaborada con ciertas aspiraciones artísticas, a la que llamamos “buena música”; que desde nuestro papel como intérpretes promovamos un proyecto pedagógico que permita introducir al espectador en diferentes sonoridades y así promover la creación musical constante.

lunes, 2 de marzo de 2009

Texto del primer parcial

La música y la sociedad
La música ha acompañado la evolución del hombre. Ya desde tiempos prehistóricos la humanidad ideó un lenguaje que le permitía, mediante sonidos organizados bajo un sistema y una lógica articulados a través de la voz humana y diversos artefactos, darle un sentido trascendente a sus actividades cotidianas. Esto, a lo que llamamos música, se convirtió en una parte que definía al ser humano en su esencia diacrítica.
No se puede concebir una sociedad sin música; ésta determina su identidad; es su alma. Es la expresión de un pueblo; en su música está plasmada toda su idiosincrasia, sus costumbres, sus ritos, sus misterios, su historia, su política, su filosofía, lo más sublime y lo más perverso. Imaginar una sociedad sin música y sin arte, es resignarnos a una humanidad que navega a lo largo de su existencia sin percatarse de que existe y que es incapaz de tomar consciencia de dónde está y hacia dónde va.